Seguro que alguna vez has escuchado la famosa expresión de “eres peor que un dolor de muelas” y te has imaginado cuán doloroso era (si es que por desgracia no has tenido la mala suerte de sufrirlo, claro) y la verdad es que no le falta razón a ese dicho… Cuando un diente no está en condiciones por diversas razones, puede llegar a causar unos dolores increíbles, y para muchos de estos problemas encontramos que la solución es clara: es la extracción del diente la que puede salvarnos de empeorar la situación y alargar nuestro dolor.
Sin embargo, y aunque nos pueda sorprender, éste no es siempre el mejor camino.
Y seguramente ahora te estés preguntando “Pero entonces ¿Qué puede ser peor que conservar algo que me está destrozando por dentro?”, pero créeme: los dientes no están ahí por casualidad, y la elección de prescindir de ellos no es tan sencilla como todos imaginamos.
La función natural de los dientes.
Nuestros dientes tienen una función muy clara y concisa, y además están perfectamente adaptados a nuestra boca, a la forma en la que mordemos, a cómo hablamos e incluso al aspecto de nuestra cara; por eso, cuando se pierde un diente (aunque sea solo uno), todo el equilibrio de la boca puede empezar a cambiar.
Lo que suele pasar, aunque no lo notemos al principio, es que los dientes cercanos al que se ha perdido tienden a moverse poco a poco hacia ese hueco; y no es que quieran ocuparlo porque sí, simplemente es una forma natural que tiene la boca de reajustarse, pero ese “ajuste” improvisado puede traernos más dolores de cabeza a largo plazo: se descoloca la mordida, los dientes empiezan a desgastarse de forma irregular y puede incluso que empecemos a morder de lado sin darnos cuenta. Esto, con el tiempo, afectará a nuestra sonrisa y por supuesto, también nos causará molestias al hablar, al comer e incluso al dormir.
Y ojo, que no estamos hablando únicamente de algo que se nota por fuera. A nivel interno, el hueso que antes sostenía ese diente empieza a reabsorberse porque ya no tiene función, es decir: el cuerpo literalmente dice “si aquí no hay nada que sujetar, me deshago de este tejido”, y esa pérdida ósea es más importante de lo que creemos, porque no se recupera sola. Una vez desaparece, es muy difícil que vuelva, lo cual complica mucho las opciones de colocar un implante en el futuro si fuera necesario.
Por eso, antes de decidir sacar una pieza que está en mal estado, merece la pena valorar si puede salvarse, ya que conservar el diente natural, siempre y cuando sea viable, es siempre la mejor opción; tiene la forma perfecta, está bien posicionado, y además mantiene el hueso y las funciones de la boca en orden.
¿Qué factores se valoran para tomar la decisión?
Una de las primeras cosas que se analiza antes de tomar una decisión, es el estado de la raíz. Aunque la parte visible del diente esté muy deteriorada, si la raíz está firme y sana, hay muchas opciones de conservarlo. En dichos casos, un tratamiento de conductos (la conocida endodoncia) puede eliminar la infección y permitir que la pieza siga cumpliendo su función durante años.
También se tiene en cuenta cuánto del diente sano queda, ya que a veces, aunque haya una caries profunda o una fractura parcial, se puede reconstruir con una corona o una incrustación que refuerce el diente. Estos tratamientos se encargan de que la pieza siga funcionando como siempre, sin necesidad de tocar el resto de la boca.
Otro detalle importante es el soporte del diente, ya que, si las encías y el hueso que lo rodean están en buen estado, hay muchas más posibilidades de éxito. En cambio, si hay una enfermedad periodontal avanzada, entonces se vuelve más complicado, porque el diente pierde estabilidad y ya no tiene cómo sostenerse con seguridad.
Al fin y al cabo, la última palabra la tiene siempre el especialista, pero conviene saber que la extracción no debe ser la primera opción, salvo que el diente esté ya completamente perdido. Además, como hemos mencionado, hoy en día contamos con muchas técnicas que permiten salvarlo, incluso cuando la situación parece desesperada.
Entonces, ¿Cuándo conviene extraer un diente?
A pesar de todo lo anterior, hay casos en los que la mejor decisión es sacar la pieza, por ejemplo:
Si el diente está roto hasta la raíz o tiene una fractura vertical, es muy difícil salvarlo; también lo es si la infección ha llegado al hueso y ha provocado una pérdida estructural que compromete las piezas vecinas. Por lo tanto, en dichos casos, insistir en mantener la pieza puede ser incluso contraproducente, porque lo único que se consigue es alargar el malestar y complicar la solución definitiva.
También ocurre cuando hay dientes que se han desplazado por problemas de encías muy severos, y ya se mueven al comer o incluso al hablar. Ahí, más que un diente funcional, lo que tenemos ante nosotros es un elemento que está haciendo sufrir al resto del sistema bucal.
Pero incluso en estas situaciones, conviene tener claro qué haremos después, ya que extraer un diente no supone una decisión sin más decisión final, sino que más bien conlleva a otro proceso que conoceremos a continuación.
La prostodoncia.
Este tratamiento que quizá no conoces se conoce como prostodoncia, y según la definición que nos proporciona el Doctor Sánchez Moya, es aquella rama de la odontología cuya misión consiste en sustituir los dientes ausentes o reparar aquellos que presenten algún daño, mediante algún tipo de prótesis dental.
Dicho de otra forma, este tratamiento se encarga básicamente de devolverle a la boca su forma, función y estética cuando faltan piezas dentales, todo a través de coronas, puentes, dentaduras removibles o, en casos más modernos, implantes; al fin y al cabo, todo depende de las necesidades del paciente y del estado de su boca.
Y es que aquí no se trata solo de poner “algo” que tape el hueco: una prótesis bien hecha debe integrarse perfectamente con el resto de la dentadura, tanto en el color como en la forma y en la funcionalidad. Porque si no mordemos bien o una prótesis choca antes que los demás dientes, se notará incómodo o poco natural, y el remedio será casi tan molesto como el problema original.
Rendirse antes de tiempo también tiene consecuencias.
Hay personas que, por experiencias negativas, llegan a un punto en el que renuncian a mantener su dentadura natural. Dicen cosas como “mira, yo ya estoy harto, que me los quiten todos y me pongan una dentadura postiza y fuera de líos”. Y aunque suene comprensible desde fuera (porque nadie quiere estar en el dentista cada dos por tres) este enfoque guarda muchos matices que conviene conocer.
Primero, hay que entender que los dientes no se caen porque “sí”. Cuando empiezan a moverse, a doler o a romperse con frecuencia, es señal de que hay algo en la salud bucodental que necesita atención: puede ser un problema periodontal, una higiene incorrecta, carencias en la alimentación, bruxismo, y quien sabe qué más. Además, abandonarse a que “se caigan solos” significa vivir con molestias constantes, dificultad para masticar, riesgo de infecciones, y en muchos casos, alteraciones estéticas que afectan a nuestra autoestima.
Además, cuando los dientes se pierden sin ningún tipo de reemplazo, el hueso maxilar se va reabsorbiendo progresivamente, modificándose así la estructura facial con el paso de los años: los labios se hunden, las arrugas se marcan más, y la expresión del rostro cambia por completo. Y sobre las dentaduras postizas completas, hay que decirlo sin rodeos: no es como tener dientes de verdad. Pueden cumplir su función, sí, y mejoran mucho la calidad de vida en algunos casos, pero también requieren adaptación, cuidados específicos, y no siempre ofrecen la misma seguridad al comer o al hablar.
Por todo esto, no debemos demonizar las soluciones como los implantes o las prótesis: son tratamientos que están ahí precisamente para cuando ya no hay otra opción, y en buenas manos pueden cambiar vidas.
Conclusiones: ¿Cuándo vale la pena entonces?
Volviendo a la pregunta inicial (cuándo vale la pena salvar un diente y cuándo no), la respuesta nunca va a ser del todo blanca o negra: como hemos podido comprobar, dependerá de muchos factores, del estado general de la boca, del tipo de daño, del historial del paciente… Pero hay una idea principal que no falla: si se puede conservar un diente natural en buen estado, siempre será preferible hacerlo antes que extraerlo.
Sin embargo, no siempre es la mejor vía, y hemos podido verlo a lo largo de este artículo; aun así, vale la pena al menos explorar esa vía antes de tomar una decisión irreversible. Porque a veces, con un buen tratamiento y algo de paciencia, podemos mantener ese diente durante años, sin complicaciones, y evitar entrar en una dinámica de reemplazos y prótesis antes de tiempo.
Y cuando no queda más remedio que extraer, el camino no termina ahí. Con una planificación adecuada, y recurriendo a la prostodoncia cuando toca, es totalmente posible recuperar la salud y la armonía de la boca. Lo importante es no dejarlo pasar, no resignarse al “ya me lo sacaré cuando moleste más” y buscar siempre el consejo de alguien que sepa mirar más allá del dolor del momento.